Prensa > Patente de corso
Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
Hace algunos años, en el canal de entrada de San Juan de Puerto Rico, frente a los castillos del Morro y San Cristóbal, me llamó
la atención una enorme bandera española que alguien ondeaba en un
edificio blanco próximo a la embocadura. «Son las monjas», dijo quien me
acompañaba, que era mi amigo y editor en Puerto Rico Miguel Tapia. «Y
eso es que está entrando un barco español.» No hablamos más en ese
momento, pues estábamos ocupados en otras cosas; pero lo de la bandera y
las monjas me picó la curiosidad. Así que después procuré enterarme
bien del asunto, que resultó ser una bella historia de lealtades y
nostalgias. Algo que realmente comenzó hace más de un siglo, el 16 de
julio de 1898.
Aquel fue el año del desastre. Trece días antes, la escuadra del almirante Cervera, que había salido a combatir sin esperanza en el
combate más estúpido y heroico de nuestra historia, había sido
aniquilada en Santiago de Cuba por el abrumador poder naval
norteamericano. Los buques de guerra yanquis bloqueaban la isla de
Puerto Rico, impidiendo la llegada de refuerzos y suministros a las
tropas cercadas. En esas circunstancias, el Antonio López, un
moderno y rápido buque mercante que había salido de Cádiz con armas y
pertrechos para la guarnición, recibió un telegrama con el texto: «Es Que Usted Haga Llegar Preciso El Cargamento Un Puerto Rico Aunque Sí Pierda El Barco». Veterano, disciplinado, profesional, con los aparejos en su sitio, el capitán del Antonio López, que se llamaba don Ginés Carreras, intentó burlar el bloqueo
estadounidense. No lo consiguió. El 28 de junio, cuando navegando sin
luces y pegado a la costa intentaba entrar en San Juan, fue localizado
por el USS Yosemite, que lo cañoneó. El capitán Carreras logró
escapar a medias, varando el barco en Ensenada Honda, cerca de la playa
de Socorro, desde donde en los días siguientes intentó llevar a tierra
cuanto podía salvarse del cargamento. Pero dos semanas más tarde, el USS New Orleans se acercó para dar el golpe de gracia, destrozándolo a cañonazos.
Fue entonces cuando se tejió la historia que les cuento. Bajo el bombardeo, un tripulante del Antonio López, que se había atado
la bandera del barco a la cintura antes de echarse al agua para intentar
ganar tierra a nado, llegó gravemente herido a la orilla. Nunca pudo
averiguarse su nombre, pues murió en brazos de un puertorriqueño de los
que acudieron a ayudar a los náufragos. «Que no la agarren», suplicó el
marinero mientras moría, señalando la bandera. Y el puertorriqueño
cumplió su palabra, quizá porque se llamaba Rocaforte y era de padres
gallegos. Hombre supersticioso o religioso, y en cualquier caso hombre
de bien, por no incumplir la demanda de un moribundo, la guardó en su
casa durante años. Y al fin, un día, pensó en las monjas.
Eran españolas, de las Siervas de María, instaladas en la
isla desde 1897. Atendían un hospital junto a la boca del puerto, y
permanecieron allí después de la salida de España y la descarada
apropiación de la isla por los Estados Unidos. Acabada la guerra, las
hermanas, con la natural nostalgia, adoptaron la costumbre de saludar
desde la galería del hospital, agitando sus pañuelos, cada vez que un
barco de su lejana patria entraba o salía en el puerto. Eso dio a
Rocaforte la idea de confiarles la bandera. Se presentó en el hospital,
contó la historia a la madre superiora, y le entregó la enseña. Y desde
entonces, cuando entraba o salía de San Juan un barco español, las
monjas hacían ondear en la galería, en vez de pañuelos, la vieja bandera
del barco perdido.
Todavía lo hacen, un siglo después. De las veintisiete monjas que atienden hoy el hospital de las Siervas de María, ya sólo
cinco son compatriotas nuestras. Pero cada vez que un barco español pasa
frente al hospital, navegando lentamente por la canal de boyas, su
capitán cumple el viejo ritual de dar tres toques de sirena y hacer
ondear la bandera en respuesta al saludo de las monjas, que desde la
galería agitan la suya. De haberlo sabido, aquel anónimo marinero del
Antonio López que hace ciento doce años se arrojó al mar, intentando
ganar la playa bajo el fuego norteamericano con la enseña de su barco
atada a la cintura, estaría satisfecho. Me pregunto si quienes salieron a
la calle tras el último partido del Mundial de Fútbol, llenándolo todo
de colores rojo y amarillo, serían conscientes de que se trataba de la
misma memoria y la misma bandera. Y de que, al ondearla con júbilo en
calles y balcones, rendían también homenaje a tanta ingenua y pobre
gente que, manipulada, engañada, manejada por los de siempre -«Aunque Sí
Pierda El Barco», ordenaron los que diseñan banderas pero nunca mueren
defendiéndolas-, cumplió honradamente con lo que creía eran su deber y
su vergüenza torera. Y esto incluye a las monjas de San Juan.