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Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal.
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 06/5/2007
Antes -supongo que ahora es lo mismo, pero menos- debíamos mucho
a los viejos zorros de colmillo retorcido y rabo pelado. Llegabas de
pringadillo a un sitio u otro, en tus primeras experiencias
profesionales, y siempre había alguien de ese oficio o de cualquier
otro, un tipo generoso atrincherado aquí o allá, lleno de resabios y
lucidez, que te ayudaba a dar los primeros pasos por el campo minado
sin otro motivo que tu juventud, tu inexperiencia, tu entusiasmo. Sin
nada que ganar en ello por su parte; sólo porque le caías bien o veía
en ti, quizá, el reflejo de lo que él un día fue, o de lo que tal vez
nunca pudo ser, y tú, más dotado o con mejor suerte, tal vez un día
fueras. Como si tu supervivencia futura, tu posible éxito, fuesen
también, en cierto modo, los suyos.
Siempre fui afortunado en ese aspecto. En mi juventud, cada vez que dejé la mochila en una silla y dije «buenos días» tuve el
inmenso privilegio de encontrar cerca a un veterano que, guasón al
principio, con ese tono que sólo confieren el tiempo, la experiencia y
las cicatrices, me dijo «arrímate aquí, espabila los oídos y abre bien
los ojos». En esos primeros tiempos caminando de un lado a otro,
siempre se me dio bien encontrar capitanes Haddock que me llamaran
grumetillo; tal vez porque mis ganas de aprender eran sinceras, el
respeto no era fingido, y supe pronto que un recluta bisoño y en
territorio enemigo, dispuesto a preguntar lo que no sabe, supera en
probabilidades de sobrevivir al idiota que, para disimular la
ignorancia que arrastra todo novicio por listo que sea o crea ser, se
adorna con lo que no tiene, desconociendo lo mucho que puede aprenderse
con una sonrisa, una pregunta adecuada seguida de un silencio humilde,
una caña de cerveza o un vaso de vino pagados en el momento y lugar
oportunos. Obligándote luego, para compensar todo eso, a la
insoslayable contrapartida: lealtad y agradecimiento.
No he olvidado a ninguno, aunque la vida nos llevase luego
de acá para allá, alejara a unos y liquidase a otros. En los puertos
mediterráneos, en las hoy desaparecidas tertulias del café Gijón, en la
redacción del viejo diario Pueblo, en los hoteles de Beirut, Argel, El
Cairo, Nairobi o Managua, en los bares de oficiales de Villa Cisneros,
Smara o El Aaiún, tuve siempre la suerte inmensa de que un veterano de
algo, de la literatura, del periodismo, de la delincuencia, del mar, de
la guerra, de la vida, me proporcionase -a veces sin pretenderlo-
información privilegiada y mecanismos eficaces de aprendizaje y
supervivencia: Vicente Talon, Chema Pérez Castro, Manolo Cruz, Fernando
Labajos, Aglae Masini, el Piloto, mamá Farjallah y tantos otros son
sólo algunos nombres de una lista extensa, imposible de resumir aquí.
No he olvidado a ninguno; y cada vez que algo sale bien, que escribo un
artículo o un libro más o menos afortunado, que llego a puerto sin
problemas, que una experiencia o un recuerdo me sirven para
interpretar, para asumir, para comprender el mundo en el que vivo y en
el que un día moriré, sonrío en mis adentros, agradecido a aquellos con
quienes contraje la deuda.
Entre los muchos maestros de quienes aprendí el oficio de
reportero, el más antiguo vive todavía: se llama Pepe Monerri. Hoy es
un abuelete jubilado, hecho polvo y en dique seco, y no quiero que
cierre la última edición, cuando le toque, sin que sepa cómo lo
recuerdo, treinta y nueve años después de aquella tarde en que, a la
salida del colegio, acudí como siempre a la delegación del diario La
Verdad en Cartagena para hacerle compañía y aprender los rudimentos del
oficio. Pepe Monerri, un clásico de las redacciones locales en los
diarios de provincias de entonces, escéptico, vivo, humano,
desenvuelto, endiabladamente listo, me encargó que entrevistase -era la
primera entrevista de mi vida- al alcalde de la ciudad, sobre un asunto
de restos arqueológicos destruidos. Y cuando, abrumado por la
responsabilidad, respondí que entrevistar a un político quizá era
demasiado para un novato de dieciséis años, y que tenía miedo de meter
la pata haciéndolo mal, el veterano me miró despacio y con mucha
fijeza, se echó hacia atrás en el respaldo de la silla, al otro lado de
la mesa llena de máquinas de escribir, maquetas, fotos y papeles,
encendió uno de esos pitillos imprescindibles que antes fumaban los
viejos periodistas, y dijo algo que no he olvidado nunca: «¿Miedo?...
Mira, zagal. Cuando lleves un bloc y un bolígrafo en la mano, quien
debe tenerte miedo es el alcalde a ti».